El Maharajá de Kapurthala conoció a Anita Delgado en el Kursaal madrileño, donde actuaba como bailarina. Capricho de multimillonario, o lo que fuese, el fabuloso personaje regresó a su patria locamente enamorado de la danzarina malagueña. Los padres de ésta empezaron a recibir cartas del Maharajá, produciendo, al principio, una oleada de terror en los progenitores de la bella Anita. Algún desaprensivo les dijo que tales personajes, después de vivir seis meses con su esposa, la decapitaban como punto final. El Maharajá, en su lejano país, no se desanimó ante la negativa de los padres de su adorada. No sólo les ofrecía veinte mil duros, sino que se comprometía a enviarla a un colegio francés donde la educarían convenientemente para desposarla después.Una noche, la madre de Anita, sin saber qué decisión tomar, entregó las cartas a Valle Inclán, que en unión de varios escritores y periodistas solía acudir al Kursaal, para que las leyera y le dijera si el ofrecimiento revestía la seriedad necesaria. El escritor, tras releerlas detenidamente, manifestó su total conformidad con la promesa del Maharahá, para el que redactó una atenta contestación.
Tras el flechazo tiene lugar una corta relación en la que abundan misivas, encuentros y artimañas de terceras personas, en particular de cierto grupo de intelectuales que frecuentan el Kursaal: Leandro Oroz aconseja, Valle-Inclán redacta, los Romero de Torres opinan... y Baroja paga el sello de las cartas que, firmadas con el nombre de Anita, recibe el maharajá, y que le encandilan.
Demostradas las buenas intenciones del poderoso personaje, los padres de la chica se decidieron a dar el paso definitivo, casi de cuento de hadas. No obstante, la cosa se enredó, pues al tener que salir Anita para Francia e Inglaterra, para educarse antes de la boda, hubo necesidad de buscar un acompañante idóneo, que hiciera las veces de preceptor. Valle Inclán pensó en un pobre pintor, que estaba enamorado de la hermana de Anita. La madre del pintor, una dama extranjera, escrupulosa y refinada, se opuso a que su hijo desempeñara tal cometido, al considerarlo como labor de alcahuetería. Valle Inclán soslayó hábilmente la citada oposición al decirle a la señora que «tratándose de reyes esa palabreja no existía».
Tras el flechazo tiene lugar una corta relación en la que abundan misivas, encuentros y artimañas de terceras personas, en particular de cierto grupo de intelectuales que frecuentan el Kursaal: Leandro Oroz aconseja, Valle-Inclán redacta, los Romero de Torres opinan... y Baroja paga el sello de las cartas que, firmadas con el nombre de Anita, recibe el maharajá, y que le encandilan.
Demostradas las buenas intenciones del poderoso personaje, los padres de la chica se decidieron a dar el paso definitivo, casi de cuento de hadas. No obstante, la cosa se enredó, pues al tener que salir Anita para Francia e Inglaterra, para educarse antes de la boda, hubo necesidad de buscar un acompañante idóneo, que hiciera las veces de preceptor. Valle Inclán pensó en un pobre pintor, que estaba enamorado de la hermana de Anita. La madre del pintor, una dama extranjera, escrupulosa y refinada, se opuso a que su hijo desempeñara tal cometido, al considerarlo como labor de alcahuetería. Valle Inclán soslayó hábilmente la citada oposición al decirle a la señora que «tratándose de reyes esa palabreja no existía».
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